Cerca de mi casita, en una plaza muy normal, con unas escenas diarias, algo me llamó la atención. Donde los coches buscan para aparcar, las turistas buscan para refrescarse en la sombra, los camareros explotados sirven sus clientes, y familias españolas deambulan, hay unas mujeres paradas, cada una en otra esquina.
Están esperando. Siempre esperan. Todavía no saben por
quien, pero lo sabrán al momento cuando dejan de esperar. Son mujeres muy
normales, muy discretas, de 40 o 50 años de edad. Llevan puesto gafas para leer
-de los chinos-, tienen una Nokia -no muy moderna pero indestructible-. Tienen
sus manos bien cuidada. Llevan puesto esmalte –muchas veces color rosada metálico-
y llevan puesto ropa muy discreta y normal. Algunas han teñido su pelo, y son rubias
ahora. Casi todas se han puesto rulos, y sus peinados se quedan en modelo con
mucha gel, del tipo que pone el pelo duro.
Probablemente han hecho la cama antes de salir de casa esta
mañana, y dieron agua a sus plantitas. Quizás han puesto una lavadora también,
pero no lo creo, que siempre están paradas tan temprano. Más temprano que las
demás en las otras plazas.
Unas están llamando por teléfono, y charlan de todo y de
nada. Otras están sentadas en los escalones del antiguo teatro, o paradas en la
sombra de la liberaría religiosa y se reían un poquito con los vagabundos.
Son mujeres muy cultas, y cada una de ellas podía haber sido
mi madre. Solo por su apariencia ya sé que saben cocinar muy rica, como solo
las madres pueden. Pero bueno, esta paella rica hay que ganársela.
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